martes, 25 de noviembre de 2008

MARAS EN EL SALVADOR




EL SALVADOR: Maras en la cresta de la violencia

El Salvador, poco más de 21.000 kilómetros cuadrados recostados sobre el océano Pacífico centroamericano, vive una guerra difusa de mafias, pandillas y grupos de exterminio, a pesar de haber alcanzado la paz 16 años atrás.

Las autoridades llevan años atribuyendo a las pandillas la responsabilidad de la mayor parte de los delitos y hacia ellas enfilan las baterías de la represión.

Del narcotráfico y del crimen organizado se hablaba poco hasta el año pasado, cuando se acusó a las “maras” (pandillas) de ser un “monstruo mutante” convertido en rama de esos rubros delictivos.

“Las pandillas han traído dolor y luto”, y han creado “vínculos con el crimen organizado”, sostuvo el director de la Policía Nacional Civil de El Salvador, Francisco Rovira, en la IV Convención Antipandillas, celebrada entre el 8 y el 10 de abril por más de 250 oficiales policiales, fiscales, jueces y funcionarios de América Central, Puerto Rico, México y Estados Unidos.

“Son una amenaza no sólo para El Salvador, sino para los países vecinos, impiden el crecimiento económico” y empujan a muchos ciudadanos a abandonar sus países, agregó el embajador estadounidense Charles Glazer.

En este país actúan principalmente la Mara Salvatrucha (MS) o Calle 13 y la Pandilla 18 (P18), que tuvieron su origen en los años 80 en la diáspora salvadoreña dispersa en varias ciudades de Estados Unidos.

En sus primeros años las integraban sobre todo jóvenes, para transformarse luego en grupos conducidos por mayores de 40 años de edad, aunque se les sumaran niños inclusive de 10 años.

El Salvador vivía entonces una guerra civil entre el insurgente Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN, hoy convertido en partido político) y fuerzas del Estado, que dejó 75.000 víctimas civiles y 8.000 desaparecidos, hasta que el presidente Alfredo Cristiani y la guerrilla firmaron la paz, en 1992.

Cerrado el conflicto, muchos miembros de las maras fueron deportados desde Estados Unidos. Aquí fundaron las “filiales” y en la última década se expandieron por toda América Central y el sur de México.

La policía estima entre 10.000 y 13.500 los miembros de ambos grupos salvadoreños–que mantienen una rivalidad mortal– y entre 60.000 y 120.000 en toda la región, cifra abultada para algunos investigadores.

Rafael Jordán se incorporó a la P18 cuando tenía 15 años. Él no niega que las maras cometan “ilícitos para su sostenimiento” y acepta que “algunos de sus miembros podrían” ser contratados por mafias para ejercer sicariatos, extorsiones, “narcomenudeo” (pequeño tráfico de drogas) y robos. Pero niega que sean “parte de esos grupos” del crimen organizado.

“Algunos policías participan en esas mismas actividades (criminales), sin embargo no podemos acusar a toda la policía de ser parte de esas agrupaciones”, porque sería irresponsable, dice Jordán a IPS.

Decenas de policías han sido detenidos y condenados en los últimos 10 años por cometer robos, secuestros, homicidios y por tomar parte en grupos de exterminio. El sargento Nelson Arriaza fue condenado en enero a 30 años de reclusión por dirigir una banda de sicarios.

“Nunca han apresado a un pandillero con una tonelada de cocaína, tampoco le han decomisado un millón de dólares”, afirma, y señala que la mayoría de los medios de comunicación “tergiversan con dedicatoria contra las pandillas”.

Su vida de pandillero (1998-2004) lo marcó para siempre: estuvo preso varias veces por intento de homicidio. Y no puede olvidar “los rostros de los hijos, madres y esposas” de sus compañeros muertos.

Jordán ahora coordina la unidad de derechos humanos de la organización no gubernamental Homies Unidos y trabaja en programas de apoyo a ex pandilleros. Pero seguirá siendo “pandillero de por vida”, si bien inactivo, pues esa condición sólo se pierde con la muerte.

Para él, las pandillas se han convertido en “una expresión de la cultura salvadoreña”.

En 2003, el entonces presidente Francisco Flores (1999-2004) lanzó el plan Manodura y logró la aprobación de la Ley Antimaras, que estuvo vigente por un año.

Cuando su sucesor, Antonio Saca, asumió la presidencia, dijo: “A los ‘malacates’ (delincuentes) se les acabó la fiesta”. Meses después implementó el plan Súper Manodura, que sin embargo perdió dureza a fines de 2007.

A inicios de este mes, Saca reconoció que el combate de las pandillas insumirá unos 25 años.

Las iniciativas gubernamentales han sido criticadas por organizaciones de derechos humanos y estudiosos de la violencia por “contraproducentes”.

Entre 2003 y 2007, datos del Instituto de Medicina Legal (IML) reportan más 16.000 asesinatos y una tasa disparada de estos crímenes, de 32 asesinatos por cada 100.000 habitantes a 57,2 por cada 100.000, una de las más altas de América Latina y del mundo.

El IML sostiene que sólo 12 por ciento de los asesinatos cometidos en 2005 y 2006 pueden atribuirse a las pandillas, 18 por ciento a la delincuencia común y 67 por ciento tienen móviles desconocidos. Pero la policía rechaza esas cifras pues, argumenta, el Instituto no investiga los vínculos de los crímenes.

“Es innegable que las pandillas constituyen actores importantes del agravamiento de la violencia”, pero las autoridades las han convertido en los “chivos expiatorios perfectos” al señalarlas como responsables “principales”, soslayando las actividades del crimen organizado y el narcotráfico, estima la directora del Instituto Universitario de Opinión Pública, Jeannette Aguilar.

Existe la “preeminencia de una visión autoritaria de los estados” para combatir a las pandillas, particularmente los del triángulo norte, El Salvador, Honduras y Guatemala, agrega.

Al asumir que “las pandillas son crimen organizado transnacional” y por tanto hay que “regionalizar el combate”, se cae en “una visión simplista” del fenómeno, aprovechándolo para “criminalizar a los jóvenes pobres, a sus familiares y amigos”, y consolidar “un Estado policíaco”, manifiesta Aguilar, quien ha realizado varias investigaciones regionales sobre las maras.

En los últimos años, muchas víctimas han aparecido con señales de tortura, atadas de manos y pies y con tiros de gracia, lo que, según especialistas, refleja la huella del crimen organizado.

El sacerdote católico Antonio Rodríguez, del Centro de Formación y Orientación (CFO) del municipio de Mejicanos (parte del área metropolitana de la capital) afirma que jóvenes de las comunidades que atiende “son víctimas de los operativos policiales” luego presentados por la policía como “modelos de planes preventivos de violencia juvenil”.

“Muchos jóvenes que participan en nuestros programas de prevención han sido capturados por la policía en operativos nocturnos, algunos de ellos me han pedido venir a dormir a mi casa para evitar que los arresten”, relata el religioso.

“Estos jóvenes antes de ser victimarios han sido víctimas” porque se les han violentado sus derechos fundamentales a la educación y salud, manifiesta el director del CFO.

“Ser joven pobre es sinónimo de criminal. Los jóvenes no necesitan palos sino cariño”, agrega.





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